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2025
Desde mi ventana en este cálido año 2150, contemplo una ciudad que respira serenidad. El aire mismo parece vibrar con una calma que alguna vez fue solo una aspiración lejana, y hasta las perspectivas visuales que compartimos instantáneamente –ya no simples imágenes planas, sino a menudo ecos sensoriales de momentos vividos– contribuyen a esta tranquilidad compartida. Vivimos tiempos extraordinarios, no por la estridencia de lo nuevo, sino por la profunda armonía que hemos alcanzado. La tecnología, esa herramienta que tanto fascinó y a veces atemorizó a nuestros ancestros, ha fluido mucho más allá de lo que ellos imaginaron, convirtiéndose en una extensión casi invisible y profundamente amable de nuestra voluntad colectiva. No nos domina, simplemente nos asiste, facilitando un equilibrio social que se siente tan natural como respirar.
Aquí, en este presente luminoso, las viejas divisiones de clase son apenas ecos fantasmales en las narrativas históricas que consultamos por curiosidad. Hemos comprendido, como especie, que nuestro mayor logro reside en la unidad. Toda la humanidad, cada individuo con su talento único, dedica su energía y pasión a un propósito compartido: el bienestar común, el florecimiento sostenido de nuestra civilización y del planeta que nos acoge. No es un deber impuesto, sino un deseo que brota del corazón de una sociedad verdaderamente conectada.
Recuerdo haber leído sobre los antiguos conceptos de «propiedad intelectual», de «derechos de autor» como barreras. Me resulta fascinante y un poco extraño. Hoy, las ideas, la música que compone mi vecino y que yo escucho mientras escribo, las innovaciones científicas que surgen de equipos colaborativos globales, el arte visual que adorna nuestros espacios… y sí, también la fotografía, esa forma tan íntima y ahora tan expandida de detener el tiempo y compartir una mirada… nada de eso conoce dueño en el sentido arcaico. Fluyen como un vasto y generoso río de consciencia colectiva, accesibles al instante para quien desee inspirarse, aprender o simplemente disfrutar. Son hebras doradas en el tejido de nuestra existencia compartida.
La fotografía, en particular, ha vivido una transformación asombrosa. Ya no se limita a capturar la luz en un sensor bidimensional. Hemos aprendido a capturar la sensación del momento, el matiz emocional que lo impregna, la perspectiva única no solo del ojo, sino del corazón y la mente. Compartimos estos ‘instantes sentidos’, a menudo a través de interfaces neurales o proyecciones ambientales inmersivas, permitiendo a otros no solo ver lo que vimos, sino sentir un delicado eco de nuestra experiencia personal en ese fragmento de tiempo. Se ha convertido en una herramienta aún más poderosa para tejer la empatía, para caminar, aunque sea por un instante, en los zapatos perceptivos de otro.
¿Qué nos impulsa a crear, a innovar, a soñar, a capturar esos instantes? Ya no es la búsqueda de reconocimiento individual a través de la posesión o la recompensa monetaria directa. Nos mueve algo mucho más profundo y satisfactorio: el gozo intrínseco del acto creativo y del acto de compartir. Es el placer puro de dar forma a una idea, de resolver un problema, de expresar una emoción, o de ofrecer una visión capturada al colectivo, no como una posesión, sino como una ventana abierta, una invitación a mirar y sentir el mundo juntos, a través de infinitos ojos. Es el cálido abrazo del reconocimiento de tus pares, la satisfacción de ver tu trabajo –sea un texto, una melodía, una imagen sentida– inspirar a otros, reinterpretarse y crecer.
Mi individualidad, mi esencia como narrador, o la de un amigo que se dedica a capturar la luz y la emoción de un amanecer sobre Marte, no se define por lo que «poseemos», sino por la perspectiva única que aportamos, por la forma particular en que nuestra voz o nuestra visión se entrelaza con las de otros para contar la gran historia de nuestro tiempo. Cada uno de nosotros es una nota insustituible, un matiz irremplazable en esta melodía, en este mosaico visual y sensorial colectivo. Nuestra identidad se forja en el crisol de la colaboración, en el acto generoso de ofrecer al mundo lo mejor de nosotros mismos.
Observo a mi alrededor y veo una creatividad desbordante, una empatía tejida en las interacciones cotidianas, una curiosidad insaciable. Liberados de las antiguas cadenas de la escasez y la competencia por la propiedad, nuestras mentes y corazones se han abierto de formas maravillosas. La educación es un viaje continuo y compartido, la inspiración es contagiosa y el bienestar general es el fruto natural de este florecimiento sereno.
Hemos trascendido la necesidad de controlar la creación. En su lugar, hemos abrazado la responsabilidad colectiva de cultivarla, celebrarla y difundirla. Cada día es un testimonio del poder de la colaboración y la confianza mutua. Y yo, como humilde cronista de esta era, siento una profunda gratitud por poder narrar no una utopía distante, sino la cálida y vibrante realidad de nuestro presente en 2150.
Autor: Peter Liévano